martes, 8 de abril de 2014

Hallazgo

Me odié tanto a mí misma, que acabé odiando a todos los demás. Por el simple y sencillo hecho de que todo el odio que permanecía en mí, solo era producto del desazón, la desesperanza y las terribles ansias de permanecer oculta bajo las sombras.
Sabía que nadie sabría lo que era sentirse de esta manera, lo que era llorar por descargar el peso que llevaba sobre mis hombros. Lo que es sonreír sin sentir, lo que es sentir sin sonreír.
Me daba asco de todas las maneras posibles.
De todas las formas desiguales.
Era un cubo de rugby, donde los colores no encajan; yo tampoco lo hacía. Era tan fácil sentir lástima por mí misma, tan fácil consolarme diciéndome que tarde o temprano terminaría... que fue una completa estupidez lo que hoy en día aún sigo sintiendo.
Los recuerdos se quedaron grabados, con él los gestos, las palabras y una que otra navaja de filo apuntando directamente en mi corazón. Dándole vueltas mientras seguía su recorrido, asegurándose de que no saldría impune del arrebato. El dolor tan solo se hacía más extenso, imposible de olvidar.
Quise asegurarme de que estaba bien, de que podía mentir diciendo que todo estaba bien. Que tan solo había sido el destino, quién me aguardaba un futuro mejor.
Era el principio de una adicta a las mentiras.
¿Qué tan bueno puede ser Dios cuando inculcó que no quería que nosotros fuéramos felices, sino que fuéramos fuertes?
¿Alguien puede ser fuerte sin tener algo a lo que aferrarse?
Porque poco a poco mi tumba se iba haciendo más profunda, sintiendo como los latidos de mi pequeño corazón se iban aferrando a unas hojas en blanco. Unas hojas que, segundos después, serían sacrificadas con bastas palabras, escritos salidos del alma y miedos inconfesables.
Eso era todo lo que tenía:
Unos impolutos folios y un pequeño bolígrafo.
La mayor suerte que pude haber localizado, lo que nadie podría quitarme por mucho tiempo: la escritura.